-INSISTIR-
El franquismo fue
un principio de orden sustentado en el miedo. Miedo alentado por el recuerdo
permanente de la guerra, de la que, como una vergüenza íntima, no se habla.
Miedo a la policía. Miedo a los fantasmas que produce una religión al servicio
del miedo. Miedo a la desaparición de ese principio de orden: miedo hobbesiano al
caos (ay, cuando muera Franco...).
Pero la vida
aflora incluso en el desierto (la tentación de la metáfora). Y en el seno de
ese régimen totalitario, a decir de unos, o simplemente autoritario, a decir de
otros, y siempre bajo vigilancia militar, los españoles siguieron viviendo: se
hicieron fábricas, astilleros, pantanos, carreteras, se abrieron nuevas vetas
en las minas, se cultivó la tierra, incluso la que había permanecido yerma por
los siglos de los siglos, se crearon institutos y universidades, se compusieron
piezas musicales y canciones, se hicieron películas, se escribieron novelas, se
organizó lo común, se creó un Estado. Los españoles salieron fuera de sus
fronteras, para huir de la represión o para trabajar, a veces para estudiar, y los
más regresaron. Se abrieron las puertas, otra reiterada metáfora, al turismo, y
llegaron las gentes del norte, que entonces era más norte, con sus pieles blancas
y sus costumbres liberales. Y hubo revueltas, quizá no las suficientes, con sus
héroes conocidos, y otros anónimos. Y hubo cambios, unos más visibles,
vinculados al espacio público, otros sospechados, vinculados a la vida familiar
e íntima, al espacio privado. Tuvimos nuestro mayo del 68, nuestra revolución
de lo cotidiano. Finalmente el dictador falleció, de muerte natural, tras
cuarenta años condicionando la vida de tanta gente.
Se abrió entonces
una espera, y una esperanza. Se debatió, poco, entre ruptura o reforma, cambio «de
ley a ley», o cambio en las calles. Fue un debate de símbolos, pues, dado el
contexto externo e interno, nada sustancial podría haberse hecho de otra
manera, nada que no fuese recuperar la condición de ciudadanos hubiese sido
aceptable. Nada que no fuese, pues, instaurar un modelo republicano de Estado.
Y, ciertamente, eso se hizo, bajo la forma simbólicamente menos efectista, más
disimulada, bajo la forma de una república coronada (que evitó, seguramente, algunos
muertos más en las calles, ese principio de sangre tan legitimador).
Pero la renuncia
al heroísmo y a los símbolos tuvo consecuencias demoledoras para la pervivencia
del Estado democrático naciente, pues en esta nueva realidad, confortablemente
burguesa, las identidades se construyen con símbolos. Y, agarradas al símbolo,
las izquierdas callejeras renegaron de su propio país, agarrados al símbolo
resucitaron los fantasmas de la afrenta, los viejos resentimientos, y florecieron
las identidades alternativas reconstruidas bajo otras banderas. Las comunidades
de etnotipos -eso que llaman algunos «pueblos naturales»-, resurgieron para
decretar la ilegitimidad de la nación de ciudadanos, para «denunciar» la
naturaleza opresiva del nuevo Estado.
Y en esas
estamos. Con la máquina de la melancolía otra vez en marcha. Esperando acaso
que se ponga en valor (pues la medida de la presencia es hoy poner en valor) el
heroísmo escondido de la prudencia y la contención, la recuperación de lo
esencial, la superación de la adolescencia, y la vuelta a, o comienzo de, la
reflexión, posible solo para el sujeto racionalmente autónomo, para el
ciudadano (esa insistencia).
A. Bugarín
Valladolid, mayo-2018
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