jueves, 19 de enero de 2017

-SPAMGLISH-

Dice Sánchez Ferlosio en El castellano y la Constitución -y si lo dice él merece ser tenido en cuenta porque: 1) su obsesión con la sintaxis le ha convertido, y le había convertido ya cuando escribió esa sentencia, en, quizá, uno de los mayores especialistas en tal materia, y, 2) se ha manifestado en numerosas ocasiones contra toda forma de patriotismo y nacionalismo, especialmente contra el español-, que «el castellano es probablemente el más complejo y refinado sistema gramatical de entre las restantes lenguas de Occidente, el más capaz de diversificar y graduar direcciones de sentido y de disminuir las posibilidades de equívoco».
Pero se ha convertido en un síntoma de modernidad, o algo así, de un tiempo a esta parte, cantar canciones cuyos versos dicen cosas tales como «Black X6, Phantom, White X6 looks like a Panda», lucir camisetas con mensajes del tipo «I fell happines when I eat a potato», introducir un «running», «coaching», «merchandising», «mindfulness», «personal trainer», «after work» o similares, en medio de una frase castellana, y en general echar mano, aunque no venga a cuento, de ese inglés básico internacional, que convierte las palabras en iconos publicitarios y las ideas en esquemas estandarizados de pensamiento.
Y la cosa llega al extremo de que últimamente no es raro encontrar que las paredes y puertas de nuestros bares aparecen adornadas con aforismos, mensajes, consejos, letanías varías, en inglés, como si con ello, ese espacio donde se bebe o tapea, agradable excusa para la interacción social, adquiriese, por ese hecho, otra dimensión, nos elevase, desde alguna vergonzosa situación, al nivel de ciudadanos de la era global.
Pero no debiéramos olvidar que los amos de la lengua, que son los hablantes nativos, tienen siempre una ventaja adicional sobre aquellos que se ven obligados a emplearla en usufructo. De modo que, si esta renuncia a lo propio, y esta opción por lo ajeno, es, además, voluntaria, cabe preguntarse por qué los hablantes de una lengua, con tal capacidad expresiva, y con quinientos millones de posibles receptores, han optado por semejante renuncia -vaya por delante que no descartamos que el suicido acaso debiera figurar entre los derechos básicos de todo individuo o institución-.
                                                                            
A. Bugarín
Valladolid, enero-2017

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