-¿DEMOCRACIA
O REPÚBLICA?:
UN
PROBLEMA ARISTOTÉLICO-
Cualquier alumno
que haya cursado la asignatura de Historia de la filosofía en el bachillerato
sabe que Aristóteles contrapone república, pues con este término se suele
traducir el griego politeia, a la que
incluye entre los gobiernos correctos, a democracia, demokratía, a la que incluye entre los incorrectos.
Democracia es, literalmente,
el gobierno del pueblo, de los más, que, además, suelen ser, dice Aristóteles,
los pobres. Y república es, también, gobierno de los más, de la mayoría. ¿Qué
convierte, entonces, a una forma de gobierno, república, en correcta y a otra,
democracia, en incorrecta?
Llamamos
república, sigue diciendo Aristóteles, al gobierno de la mayoría que busca el
bien común. Esto es, el bienestar material y las condiciones políticas que
permitan a todos los ciudadanos
llevar una vida plena, y, por ello, feliz. Y llamamos democracia al gobierno de
la mayoría que busca el beneficio de esa mayoría. Y eso, la diferencia entre el
bien de todos y el de la mayoría, establece la diferencia entre los gobiernos
correctos e incorrectos.
Al margen de la
posible arbitrariedad de los nombres, república, democracia, Aristóteles está planteando
un problema esencial. ¿Está legitimada la mayoría para imponer sus decisiones?
¿Sean cuales sean esas decisiones?
Aristóteles, como
hemos visto, nos dice que no. Y la razón de la respuesta aristotélica hay que
buscarla en la ética, que él considera una parte de la política, y donde se
establece cuál es el fin al que la naturaleza ha destinado al hombre: a saber,
alcanzar la plenitud, o felicidad. Por ello, la polis, a la que, para
entendernos, podemos identificar con el Estado, tiene que estar orientada a
lograr ese fin. (Dejemos de lado la cuestión de que Aristóteles, deudor de su
época, considere que no todos los seres humanos son aptos para la felicidad, y
que, en consecuencia, justifique el que la ciudadanía quede restringida a los
varones, libres, naturales de la polis e hijos de naturales de la polis.
Dejemos de lado, también, el que la demokratía
griega no es nuestra democracia, y que ni siquiera la polis es, estrictamente
hablando, nuestro Estado.)
¿Y cuáles son los
límites que aceptaríamos, nosotros, que debe tener el poder político? ¿O no
debe tener ninguno bajo el supuesto de que en democracia el pueblo es soberano?
Pero, dice Oscar
Wilde, al que tiraniza alma y cuerpo se le llama pueblo. ¿Puede, la voluntad
del pueblo, ser tiránica? ¿Tiránica, además, en grado sumo, pues el pueblo,
frente al príncipe y al papa, puede tiranizar, simultáneamente, alma y cuerpo? Y,
ya puestos, ¿existe la voluntad del
pueblo?
Volvamos a
nuestro problema. ¿Aceptaríamos nosotros de buen grado el sometimiento a las
decisiones sin restricción de la mayoría? ¿Y, de no ser así, en qué se
fundamentaría nuestro supuesto derecho a no aceptarlas?
Conviene recordar,
antes de responder, que la democracia moderna, que, como hemos dicho, no es la demokratía griega, es posterior a muchas
cosas. Es posterior al cristianismo, con su concepto de persona, cuyo sentido
no se agota en el Estado, lo que supone, implícitamente, poner límites a la
intervención del Estado en la vida de los individuos; y con su idea de
hermandad universal, bajo el supuesto de que todos somos hijos de Dios. Es
posterior al pensamiento liberal, que comienza, como nos recuerda Ortega, por
establecer, en primer lugar, no quién deba ejercer el poder, sino cuáles deben
ser los límites de ese poder, lo ejerza quien lo ejerza, garantizando, así, un
espacio de libertad para los individuos. Y es posterior, sobre todo, al
pensamiento ilustrado, con su concepto de autonomía racional del sujeto. Y es
así, con el reconocimiento de su autonomía racional, como el siervo medieval se
convierte en el ciudadano de la Revolución francesa, es así como la revolución
francesa instaura la república de ciudadanos, si se nos permite la expresión,
acaso redundante.
Y sobre esa noción
de ciudadano se desarrolla la democracia moderna, nuestra democracia. Y,
precisamente por ello, la condición de ciudadano, con todo lo que implica, es
un límite al poder del pueblo, del ethnos,
de la mayoría.
A. Bugarín
Valladolid, enero-2016
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