-REPÚBLICA DEL 78-
Supongamos -ya
que la capacidad de pensar en términos hipotéticos es un señalado rasgo de la
inteligencia humana-, que, tras la muerte de Franco, no hay pacto de la corona,
no hay transición «de ley a ley». Supongamos que sindicatos de clase, partidos
de izquierdas y algún grupo nacionalista, trabajan decididamente por el
advenimiento de la república, y que, después de un periodo asumible de
manifestaciones y revueltas, con, quizá, algún muerto de por medio, hay
ruptura, no solo de facto, pues todo hecho exige interpretación, sino también
simbólica.
En tal hipotética
circunstancia, bien una asamblea constituyente, bien un gobierno provisional -de
los que, para seguir con nuestra conjetura, no es necesario señalar cómo hayan
sido instaurados-, tendrán que poner en marcha la elaboración de una constitución
democrática.
Consideraremos
probable que, en tal caso, los partidos políticos que lideraron en su momento la
oposición a la dictadura, y aquellos surgidos para dar representatividad a las
nuevas fuerzas sociales, señalen a quienes han de participar en el desarrollo de
la ley de leyes. Así, el PSOE, en el que recalará buena parte de la izquierda
antes radical, podría recurrir a alguno de sus prestigiosos catedráticos de
filosofía del derecho, pongamos, por ejemplo, Gregorio Peces Barba. Jordi Solé
Tura, que reúne en su persona la sólida formación intelectual, la proximidad a
las tesis del eurocomunismo y la condición de militante del PSUC, podría ser un
buen candidato del PCE. La burguesía nacionalista catalana, agrupada en torno a
algo parecido a CiU, enviaría, para defender sus intereses, a algún jurista ideológicamente
próximo: tal Miquel Roca Junyent. La derecha española, de dudoso
republicanismo, pero obligada a condescender con las circunstancias, podría
presentar, para tan señalado cometido, a Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de
Miñón, o José Pedro Pérez Llorca. Y, en un intento de atraerse a los sectores
más recalcitrantemente franquistas, la joven república puede estar tentada de
solicitar la colaboración de algún simbólico representante de la fuerzas del
viejo régimen, tampoco especialmente entusiastas de la alternativa borbónica:
Manuel Fraga Iribarne, antiguo ministro franquista, que se había autoposicionado,
no obstante, como reformista, y de quien se dice que tiene el Estado en la
cabeza, podría ser la opción adecuada para esta misión.
Sentados tales
próceres de la incipiente III república española ante la mesa de negociaciones,
y sean cuales fueren sus posiciones iniciales, no podrían, en ningún caso, y
dada la realidad social y económica en la que se encuentran instalados, comenzar
la redacción de la Constitución republicana, de otro modo que así: España se
constituye en un Estado social y democrático de derecho.
Establecida esta
premisa, la redacción de la mentada Constitución se verá necesariamente
impelida a discurrir por los mismos cauces por los que, de hecho,
históricamente, ha discurrido. Con tres salvedades:
La Jefatura del
Estado será elegida por votación popular directa.
La bandera
representativa de la nueva España republicana será la tricolor.
Dado que, tras la
ruptura simbólica, el nuevo poder constituyente no arrastra los complejos de
aquel salido de la transición desde el franquismo, y dado el recuerdo de cómo
terminaron los anteriores intentos, la nueva república no admitirá la propuesta
nacionalista de diferenciar entre nacionalidades y regiones. No hay más nación
que la República española, ni más nacionalidad que la pertenencia a tal nación.
A. Bugarín
Valladolid, noviembre-2017
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