miércoles, 27 de septiembre de 2017

-APROPIACIÓN-

Es sabido que los humanos, por no tener una naturaleza programada -lo que no implica que no seamos animales, cuyo organismo y conducta es la manifestación fenotípica de un programa genético, sino simplemente que este programa genético posibilita, y casi fuerza, la constitución de un ser hablante, capaz de manejar un complejo código de símbolos con los que interacciona con los demás y consigo mismo, es decir, reflexiona-, necesitamos un proyecto de vida que sustituya, complemente, u oriente, esa indeterminación natural. De ahí que haya un espacio para el orden moral. Y que, en un determinado momento histórico, ese orden moral pueda constituirse, incluso, en fuente de legitimación. Y de ahí, que las luchas y conflictos de intereses -que no siempre son solamente intereses económicos, sino, también, aquellos, por ejemplo, en los que se juegan identidades (sexuales, tribales, personales)-, se trasladen al terreno del espacio moral, que se trata de ocupar, como, en otras guerras, se ocupaba el territorio (desalojando al rival o enemigo, que se ve así, impedido para toda defensa de su propio posicionamiento).
No haber comprendido, o haber comprendido demasiado tarde, esta estrategia de la guerra identitaria desarrollada en Cataluña desde hace décadas contra la ciudadanía, representada por la república coronada española, coloca, ahora, a los defensores de esa ciudadanía, fuera del campo de batalla, condenados a una defensa sin armas (o, lo que es peor, con otras armas, aquellas que, precisamente, no fueron hechas para este tipo de combate).
A. Bugarín
Valladolid, septiembre-2017

viernes, 22 de septiembre de 2017

-ERRAR-

Dice Borges, en narración célebre -y celebrada, entre otros, por Michel Foucault- que, según una antigua enciclopedia china, los animales se clasifican en: a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, ... etc. Lo que parece querer sugerir que toda clasificación es arbitraria; y, esto lo decimos nosotros, en consecuencia, tan inobjetable como un acto de creación.
Pero acaso no esté totalmente desencaminado Hume cuando sostiene que entre ciertas ideas parece existir una atracción similar a la que se da entre los cuerpos newtonianos. De donde se podría deducir que, por la misma razón, deberá existir cierta repulsión entre otras ciertas ideas cual la dada entre los polos de igual carga en un imán.
Y en este juego de afinidades y diferencias, en este no ser todo compatible con todo, reside, tal vez, el discurso verdadero.
Y así, no parece posible, tal como sostiene cierta izquierda -aquella que es incapaz de pensar a Marx si no es en compañía de Lenin y Stalin (o, en su caso, de Mao); o, peor aún, aquella para la que la revolución no es sino la expresión legítima del resentimiento- agrupar en un mismo lado del campo, frente al cual se determinaría ella misma en bando contrario, el continuum liberal-capitalista-patriarcal-heteronormativo.
Pues ha sido el capitalismo liberal, como ya vio Marx -¡hace casi doscientos años!- el que ha abolido el patriarcado. De hecho, pero, sobre todo, en sus fundamentos.
Y cabe imaginar, tal Platón en El banquete, una comunidad de varones, amándose fuera de los cauces «heteronormativos», como la máxima expresión del patriarcado.
(Pues -y aquí está el permanente errar, en su doble sentido, de esa izquierda-, no es el mal del capitalismo lo que promete, sino lo que no cumple.)

A. Bugarín
Valladolid, septiembre-2017

-IDOLA FORI-

Las palabras, decía Bacon, se imponen al entendimiento, y de ahí nacen las discusiones inútiles, en las que se pierde el pensamiento. Así, decimos que Francia es una república, y que Corea del Norte es una república, y pareciera que hablamos de lo mismo; decimos que España es una monarquía, y que Arabia Saudí es una monarquía, y pareciera que hablamos de lo mismo. Y, sin embargo, ciñéndonos a aquellas condiciones de vida que lo político determina, Francia y España habitan un territorio común; Arabia Saudí y Corea del Norte habitan un territorio muy próximo. En aras de la claridad, sería más correcto decir: Francia es una república semipresidencialista, España es una república coronada; Arabia Saudí es una monarquía absolutista y teocrática, Corea del Norte es una monarquía totalitaria.
A. Bugarín
Valladolid, septiembre-2017

jueves, 21 de septiembre de 2017

-GAUCHE BANAL-

Ciertamente se pudo, entonces, instaurar una república. Pero las élites dirigentes de aquella izquierda -quizá porque para unos, en tanto comunistas, rama socialismo soviético, toda democracia burguesa es igualmente despreciable, quizá porque para otros, en tanto socialdemócratas acomodados, siempre es mejor un pacto mediocre que una batalla incierta, quizás porque nadie, en aquella clase media tardofranquista, estaba dispuesto a arriesgar el estatus por una mera cuestión de nombres, quizá por otras causas, externas al país o internas-, decidieron mantener la monarquía bajo la forma parlamentaria; que no deja, después de todo, de ser una forma republicana, una, Jorge de Esteban, república coronada (pues lo republicano no está en quién sea y cómo se elija al Jefe de Estado, sino en quién sea y cómo sea el pueblo).
Pero en esta modernidad tardía, posmodernidad al decir de otros, en la que los viejos se disfrazan de adolescentes, y juegan a la revolución, con el plan de pensiones garantizado, y los jóvenes a una versión virtual y sin sangre de Juego de Tronos, todo es ya símbolo, y guerra incruenta de símbolos. Mientras, las auténticas decisiones se toman en otra parte, en otra parte están las emociones verdaderas, y en otra parte se construye el futuro. Y es que el pensamiento exige sacrificio, y no da garantías, la vida se hace larga, y en algo hay que entretener la espera.
(Y, para decirlo todo, ciertamente, haber instaurado, entonces, una república, hubiera supuesto un cambio: la izquierda habría tenido menos problemas para asumir la identidad española. Eso es todo. Una guerra simbólica perdida por los unionistas).

A. Bugarín
Valladolid, septiembre-2017

-ESTE MARX-

En La filosofía de El capital, Felipe Martínez Marzoa presenta una posible lectura de Marx, centrada en el Marx de la crítica de la economía política, el Marx que somete a un despiadado análisis la sociedad moderna, también denominada «sociedad burguesa» o «modo de producción capitalista».
Esta lectura nos muestra un Marx enterrado en la historia, o sea, en la misma sociedad que analiza, y que habla desde las categorías filosóficas, políticas, jurídicas y económicas generadas por esa misma sociedad burguesa. Otra cosa, el intento de hablar desde una perspectiva suprahistórica, acaso desde la perspectiva de la naturaleza humana, solo podría ser ideología (pues lo que sea naturaleza humana es, también, una determinación histórica, disfrazada bajo el manto de lo eterno, de lo no libre).
Y habla, ese Marx, desde dentro de la sociedad moderna para mostrar cómo esta incumple aquello que promete: igualdad, libertad, ciencia; en definitiva, república democrática.
Pues, bajo el modo capitalista de producción, igualdad significa igual disposición para la enajenación de mercancías, y libertad significa libre intercambio de mercancías en el mercado. Pero las mercancías aparecen apropiadas por la burguesía, dejando, como única posibilidad, al trabajador, la enajenación de su propio trabajo -convertido, también, en mercancía-, objetivándose periódicamente, a sí mismo, en una negación rutinaria de su propio ser libre.
Y, bajo el sistema capitalista de producción, la ciencia deviene ausencia de planificación económica consciente (quedando esta en manos de los conflictos de intereses y las crisis periódicas).
Y, en definitiva, bajo el modo capitalista de producción, la república democrática deviene sistema de garantías para la forma burguesa de propiedad.
Pero solo existe incumplimiento de lo prometido porque hay promesa, generada por el sistema, interna al sistema; solo existe posibilidad de crítica al sistema con las categorías generadas por el propio sistema. Es, por lo tanto, y en cualquier caso, el sistema -es decir, la sociedad moderna, el modo capitalista de producción-, el que genera las condiciones para su propia superación, que no es su destrucción, sino su cumplimiento.
Este Marx abre interesantes perspectivas; abre, especialmente, la posibilidad de volver a debatir con el marxismo, del que el socialismo soviético, el maoísmo, y otros intérpretes ya caídos, habían hecho una lectura totalitaria, aquella que clausura el pensamiento, reducido a un acto de fe, que es siempre sumisión. Es, con este Marx, con el que, todavía hoy, se puede dialogar, con el que, posiblemente hoy más que nunca, se pueda dialogar.
Pero la izquierda reaccionaria, aun la que se dice marxista, se ha propuesto combatir la sociedad moderna, la república democrática (que acaso tenga la forma de república coronada), el modo capitalista de producción, para reinstaurar una caricatura del capitalismo, un capitalismo sin garantías -en el que la algarada puntual y acaudillada se convierte en sucedáneo de democracia, y el poder político no representativo y, por ello, carente de responsabilidad personal, pueda intervenir arbitrariamente en los mecanismos de la justicia y de la producción-, como si ello acercase lo más mínimo a aquel orden social que, bajo el nombre de socialismo, habría de unir ciencia y democracia, es decir, ciencia, libertad e igualdad. Y para este combate no duda en acompañarse de toda excrecencia reaccionaria, así la apología de aquellas identidades étnicas, hechas de costumbre y superstición, reducidas ya, por esta misma sociedad moderna, a mero folclore.
A. Bugarín
Valladolid, septiembre-2017