sábado, 12 de mayo de 2018

-INSISTIR-

El franquismo fue un principio de orden sustentado en el miedo. Miedo alentado por el recuerdo permanente de la guerra, de la que, como una vergüenza íntima, no se habla. Miedo a la policía. Miedo a los fantasmas que produce una religión al servicio del miedo. Miedo a la desaparición de ese principio de orden: miedo hobbesiano al caos (ay, cuando muera Franco...).
Pero la vida aflora incluso en el desierto (la tentación de la metáfora). Y en el seno de ese régimen totalitario, a decir de unos, o simplemente autoritario, a decir de otros, y siempre bajo vigilancia militar, los españoles siguieron viviendo: se hicieron fábricas, astilleros, pantanos, carreteras, se abrieron nuevas vetas en las minas, se cultivó la tierra, incluso la que había permanecido yerma por los siglos de los siglos, se crearon institutos y universidades, se compusieron piezas musicales y canciones, se hicieron películas, se escribieron novelas, se organizó lo común, se creó un Estado. Los españoles salieron fuera de sus fronteras, para huir de la represión o para trabajar, a veces para estudiar, y los más regresaron. Se abrieron las puertas, otra reiterada metáfora, al turismo, y llegaron las gentes del norte, que entonces era más norte, con sus pieles blancas y sus costumbres liberales. Y hubo revueltas, quizá no las suficientes, con sus héroes conocidos, y otros anónimos. Y hubo cambios, unos más visibles, vinculados al espacio público, otros sospechados, vinculados a la vida familiar e íntima, al espacio privado. Tuvimos nuestro mayo del 68, nuestra revolución de lo cotidiano. Finalmente el dictador falleció, de muerte natural, tras cuarenta años condicionando la vida de tanta gente.
Se abrió entonces una espera, y una esperanza. Se debatió, poco, entre ruptura o reforma, cambio «de ley a ley», o cambio en las calles. Fue un debate de símbolos, pues, dado el contexto externo e interno, nada sustancial podría haberse hecho de otra manera, nada que no fuese recuperar la condición de ciudadanos hubiese sido aceptable. Nada que no fuese, pues, instaurar un modelo republicano de Estado. Y, ciertamente, eso se hizo, bajo la forma simbólicamente menos efectista, más disimulada, bajo la forma de una república coronada (que evitó, seguramente, algunos muertos más en las calles, ese principio de sangre tan legitimador).
Pero la renuncia al heroísmo y a los símbolos tuvo consecuencias demoledoras para la pervivencia del Estado democrático naciente, pues en esta nueva realidad, confortablemente burguesa, las identidades se construyen con símbolos. Y, agarradas al símbolo, las izquierdas callejeras renegaron de su propio país, agarrados al símbolo resucitaron los fantasmas de la afrenta, los viejos resentimientos, y florecieron las identidades alternativas reconstruidas bajo otras banderas. Las comunidades de etnotipos -eso que llaman algunos «pueblos naturales»-, resurgieron para decretar la ilegitimidad de la nación de ciudadanos, para «denunciar» la naturaleza opresiva del nuevo Estado.
Y en esas estamos. Con la máquina de la melancolía otra vez en marcha. Esperando acaso que se ponga en valor (pues la medida de la presencia es hoy poner en valor) el heroísmo escondido de la prudencia y la contención, la recuperación de lo esencial, la superación de la adolescencia, y la vuelta a, o comienzo de, la reflexión, posible solo para el sujeto racionalmente autónomo, para el ciudadano (esa insistencia).
A. Bugarín
Valladolid, mayo-2018

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