miércoles, 27 de septiembre de 2017

-APROPIACIÓN-

Es sabido que los humanos, por no tener una naturaleza programada -lo que no implica que no seamos animales, cuyo organismo y conducta es la manifestación fenotípica de un programa genético, sino simplemente que este programa genético posibilita, y casi fuerza, la constitución de un ser hablante, capaz de manejar un complejo código de símbolos con los que interacciona con los demás y consigo mismo, es decir, reflexiona-, necesitamos un proyecto de vida que sustituya, complemente, u oriente, esa indeterminación natural. De ahí que haya un espacio para el orden moral. Y que, en un determinado momento histórico, ese orden moral pueda constituirse, incluso, en fuente de legitimación. Y de ahí, que las luchas y conflictos de intereses -que no siempre son solamente intereses económicos, sino, también, aquellos, por ejemplo, en los que se juegan identidades (sexuales, tribales, personales)-, se trasladen al terreno del espacio moral, que se trata de ocupar, como, en otras guerras, se ocupaba el territorio (desalojando al rival o enemigo, que se ve así, impedido para toda defensa de su propio posicionamiento).
No haber comprendido, o haber comprendido demasiado tarde, esta estrategia de la guerra identitaria desarrollada en Cataluña desde hace décadas contra la ciudadanía, representada por la república coronada española, coloca, ahora, a los defensores de esa ciudadanía, fuera del campo de batalla, condenados a una defensa sin armas (o, lo que es peor, con otras armas, aquellas que, precisamente, no fueron hechas para este tipo de combate).
A. Bugarín
Valladolid, septiembre-2017

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