sábado, 30 de enero de 2016

-¿DEMOCRACIA O REPÚBLICA?:
UN PROBLEMA ARISTOTÉLICO-

Cualquier alumno que haya cursado la asignatura de Historia de la filosofía en el bachillerato sabe que Aristóteles contrapone república, pues con este término se suele traducir el griego politeia, a la que incluye entre los gobiernos correctos, a democracia, demokratía, a la que incluye entre los incorrectos.
Democracia es, literalmente, el gobierno del pueblo, de los más, que, además, suelen ser, dice Aristóteles, los pobres. Y república es, también, gobierno de los más, de la mayoría. ¿Qué convierte, entonces, a una forma de gobierno, república, en correcta y a otra, democracia, en incorrecta?
Llamamos república, sigue diciendo Aristóteles, al gobierno de la mayoría que busca el bien común. Esto es, el bienestar material y las condiciones políticas que permitan a todos los ciudadanos llevar una vida plena, y, por ello, feliz. Y llamamos democracia al gobierno de la mayoría que busca el beneficio de esa mayoría. Y eso, la diferencia entre el bien de todos y el de la mayoría, establece la diferencia entre los gobiernos correctos e incorrectos.
Al margen de la posible arbitrariedad de los nombres, república, democracia, Aristóteles está planteando un problema esencial. ¿Está legitimada la mayoría para imponer sus decisiones? ¿Sean cuales sean esas decisiones?
Aristóteles, como hemos visto, nos dice que no. Y la razón de la respuesta aristotélica hay que buscarla en la ética, que él considera una parte de la política, y donde se establece cuál es el fin al que la naturaleza ha destinado al hombre: a saber, alcanzar la plenitud, o felicidad. Por ello, la polis, a la que, para entendernos, podemos identificar con el Estado, tiene que estar orientada a lograr ese fin. (Dejemos de lado la cuestión de que Aristóteles, deudor de su época, considere que no todos los seres humanos son aptos para la felicidad, y que, en consecuencia, justifique el que la ciudadanía quede restringida a los varones, libres, naturales de la polis e hijos de naturales de la polis. Dejemos de lado, también, el que la demokratía griega no es nuestra democracia, y que ni siquiera la polis es, estrictamente hablando, nuestro Estado.)
¿Y cuáles son los límites que aceptaríamos, nosotros, que debe tener el poder político? ¿O no debe tener ninguno bajo el supuesto de que en democracia el pueblo es soberano?
Pero, dice Oscar Wilde, al que tiraniza alma y cuerpo se le llama pueblo. ¿Puede, la voluntad del pueblo, ser tiránica? ¿Tiránica, además, en grado sumo, pues el pueblo, frente al príncipe y al papa, puede tiranizar, simultáneamente, alma y cuerpo? Y, ya puestos, ¿existe la voluntad del pueblo?
Volvamos a nuestro problema. ¿Aceptaríamos nosotros de buen grado el sometimiento a las decisiones sin restricción de la mayoría? ¿Y, de no ser así, en qué se fundamentaría nuestro supuesto derecho a no aceptarlas?
Conviene recordar, antes de responder, que la democracia moderna, que, como hemos dicho, no es la demokratía griega, es posterior a muchas cosas. Es posterior al cristianismo, con su concepto de persona, cuyo sentido no se agota en el Estado, lo que supone, implícitamente, poner límites a la intervención del Estado en la vida de los individuos; y con su idea de hermandad universal, bajo el supuesto de que todos somos hijos de Dios. Es posterior al pensamiento liberal, que comienza, como nos recuerda Ortega, por establecer, en primer lugar, no quién deba ejercer el poder, sino cuáles deben ser los límites de ese poder, lo ejerza quien lo ejerza, garantizando, así, un espacio de libertad para los individuos. Y es posterior, sobre todo, al pensamiento ilustrado, con su concepto de autonomía racional del sujeto. Y es así, con el reconocimiento de su autonomía racional, como el siervo medieval se convierte en el ciudadano de la Revolución francesa, es así como la revolución francesa instaura la república de ciudadanos, si se nos permite la expresión, acaso redundante.
Y sobre esa noción de ciudadano se desarrolla la democracia moderna, nuestra democracia. Y, precisamente por ello, la condición de ciudadano, con todo lo que implica, es un límite al poder del pueblo, del ethnos, de la mayoría.
A. Bugarín
Valladolid, enero-2016

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